Sintiéndome valiente y poderoso tras el trasplante, me vine arriba y agarré las tijeras y la podadora.
Con un temple digno de un neurocirujano o un artificiero, me puse a cortar aquí y allá lo que creía que sobraba. El sudor me caía antes de cada corte, esperando que, de cercenar la rama equivocada, el arbolito estallara, hundiéndome así en la miseria y concediéndome el infame privilegio de ser el primer hombre al que un bonsai le explota en la cara.
Como tampoco murió nadie tras la poda, yo estaba pletórico. Me sentía más que humano. Tenía ganas de alzar el puñito al cielo y retar a los dioses. Y fue en ese momento que decidí que iba a alambrar. Ay, esa soberbia iba a costarme cara.
Cogí el alambre y con cada vuelta y anclaje empecé a sufrir esguinces cerebrales. Todo el entrenamiento online del maestro David Cortizas me abandonó. No daba pie con bola. En dos ocasiones estuve a punto de alambrarme mi propio dedo. Y entonces ocurrió.
La ichi de mi ficus esquejado se había dejado crecer hasta ser casi tan gruesa como el tronco. ¿Qué hacer para conseguir reorientar su implacable ascenso a los cielos?
Oh, dios...
Muchos pensaréis que debería haberme hecho con alambre de un calibre más grueso. Otros que con rafia. Otros escupirán al pronunciar mi nombre para así lavarse la boca.
Permítanme un impasse: encontrar ciertos materiales, aún en una ciudad como Madrid, no siempre es fácil. Me ha pasado de entrar en una ferretería, preguntar por alambre de aluminio y que me dijeran que eso no existe. Así, mientras me miraba a los ojos. Menos mal que no dije anodizado, porque entonces ahora tendría probablemente una citación del juzgado.
Pensé en estigmatizarme. Apestaba a vergüenza.
Fue entonces cuando recurrí a la Biblia según John Yoshio Naka. En sus páginas hallé consuelo.
¡Palabra de John Naka! Te alabamos.
Los nubarrones desaparecieron. Un retrato de Naka me sonreía desde el cielo.
Finalmente, éste y no otro fue el resultado (transitorio) de mis cuitas:
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